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Pecados capitales, por Joana Bonet

La primera vez que visité Amsterdam no reparé en uno de sus numerosos carriles para bicicletas, y avanzaba con la misma parsimonia que traía la radiante mañana junto a los muelles hasta que el avinagrado timbre de una aún más avinagrada mujer me increpó para que desalojara su vía. A nadie le gusta sentirse echado, recibir una bofetada imaginaria o un mohín de desprecio; cuando ocurre nuestro instinto se rebela y se protege, llegando a creer que tenemos razón aunque estemos infringiendo una norma. A menudo necesitamos contar hasta diez para reconocer que en verdad molestábamos. Porque irrita tanto que una bicicleta pase rauda por encima de la acera como que una familia con niños ocupe el carril bici y esté dispuesta a llegar a las manos si les tocas el timbre -y no digamos si rozas a sus retoños-.

La división entre quienes van sobre dos ruedas y quienes prefieren sus dos piernas ha encendido una controversia que, lejos de fomentar una conducta cívica y respetuosa, agranda intransigencias y fobias. La convivencia es uno de los asuntos más sagrados de la vida en comunidad. Nos educan en el respeto, pero la búsqueda de un beneficio inmediato a menudo significa que nos olvidemos del otro y perdamos el sentido de "espacio público". No hay peor acercamiento humano que el de la desconsideración. Eso pienso cuando entro en un taxi con la radio a todo gas y una peste a porcino. O cuando en un restaurante el aire acondicionado quiere competir con un iglú, y en pleno verano debes pedir una manta zamorana. Pero eso no es todo, te rodean mesas gritonas que ni perciben la presencia ajena. Y qué decir de aquellos que vociferan a grito pelado asuntos que preferirías desconocer. O de quienes, cuando se sientan a tu lado, en el cine o el tren, empiezan a hacer ruiditos nasales y sin miramientos desalojan tu codo del reposabrazos. También están aquellos que bostezan con la boca abierta mientras te hablan: me pasó una vez en una entrevista de trabajo, y no había nada más impúdico que mirar al personaje, que, mientras resumía su oferta, me mostraba la epiglotis como si se desnudara. Aunque la peor de todas las desconsideraciones a menudo parte de un sentimiento infértil, si bien humano poco admirable: la envidia. Ese punzón que agita y corroe, que mancha reputaciones, crea falsos mitos y convierte la infamia en verdad. Nada que ver con el arte de la crítica, que sostiene que para apreciar lo uno tienes que cargarte lo otro. Sustituye la cortesía por la desconfianza y la amabilidad por los rebuznos. Como si no pudiéramos ser capaces de admirar, respetar o tolerar a nuestros propios contemporáneos. Ni lo niños se chinchan tanto.


Publicado en Cuatro Letras y La Vanguardia 06/06/2012, por Joana Bonet

Unha de réquiems, por María Canosa

Réquiem. Dise da misa de defuntos, das pregarias polas almas antes do soterramento dos corpos.

Réquiem, daquela, polos nosos montes. Polas fragas do Eume e por todos os recunchos que arderon. Este ano, o anterior e o de máis atrás. Por aquel agosto de 2006 no que cheguei a casa para a festa da vila, e non puiden ver nin a meu pai no xardín por mor do ceo cuberto de moxenas.

Nin por asomo nos recuperamos de tales perdas. ¡E o que queda! Pasaron anos, si. Xa choveu, coma dicimos aquí. Choveu tanto que desbordaron os ríos. Na casa quedaron illados, mirando a auga que levaba os coches a estrelarse ao cabo da rúa.

Tantos días pasaron? e nós continuamos sen unha política forestal con xeito. Non se deron as axudas para manter limpos os montes. Non se fomentou a reforestación. Nun mes van talar eucaliptos, nada máis.

Obviamente, nin falar de empregar os recursos. ¿Que é iso do aproveitamento da biomasa forestal? Pois existe, noutros lugares xa o están empregando. Ademais de crear combustibles menos contaminantes, dá traballo en zonas rurais.

Pero sobre todo, non se nos ocorra pensar que os incendiarios acabarán en prisión, porque non é certo. Pedirannos taxas para usar o sistema xudicial, pero de aplicar xustiza non din ren.

Publicado en La Voz de Galicia 15/05/12, por María Canosa


La bombilla, por Quim Monzó

Tras diez años de investigación, Benito Muros ha conseguido fabricar una bombilla que dura toda la vida. Eso de "toda la vida" es bastante impreciso, porque hay vidas que duran más de cien años, las hay que justo llegan a los sesenta y las hay que a los veinte ya se han apagado. Pero, en fin, hay que suponer que se trata de una bombilla que dura mucho: una vida larga de verdad.

Benito Muros es presidente de la empresa OEP Electrics, con sede en Barcelona. Estos días, los diarios explican que la idea de la bombilla nace de saber que en un parque de bomberos de California hay una famosa bombilla que está encendida desde 1901. Han pasado 111 años y aquella bombilla primitiva, fabricada de manera sencilla pero honesta, aún está en funcionamiento. A partir de esa idea, lo que Benito Muros y sus ingenieros han hecho -tras viajar a California para estudiarla en directo- es una bombilla LED pero sin programar su obsolescencia: sin hacer las trampitas que se hacen en el resto de bombillas -y de electrodomésticos, y de tantas otras cosas- a fin de que, en un momento determinado, fallen, no porque hayan hecho ya todo su recorrido vital, sino porque las han programado para que no duren más y así la gente tenga que comprar nuevas.

La noticia es fenomenal, pero ¿de verdad quiero una bombilla que me dure "toda la vida"? ¿Qué vida? ¿La que me queda? ¿Y cuando me muera, qué hago? ¿Dejo la bombilla en herencia? Quizás si tuviese veinte años pensaría que vale la pena tener una bombilla que dure "toda la vida": pongamos sesenta u ochenta años, si fuese optimista. Quizás la compraría, la pondría en el portalámparas y allí estaría hasta que cambiase de piso. Hay quien no cambia nunca de casa y vive siempre en la misma donde vivió de niño, con sus padres, pero yo, si la memoria no me falla, hasta ahora he cambiado nueve veces de casa y, si ahora empezase ese recorrido y tuviese la bombilla para "toda la vida", en cada uno de esos cambios la desenroscaría y me la llevaría al piso nuevo o a la casa nueva. De forma que crecería con la bombilla, maduraría con ella, cuando tuviese hijos ella iluminaría sus juegos, y también las tiranteces adolescentes posteriores, y el inicio de mi senectud. Por culpa de la obsolescencia (programada o no), se irían estropeando las tostadoras, los microondas, las neveras..., y tendría que ir sustituyendo cada uno de esos electrodomésticos, pero la bombilla no tendría que sustituirla nunca. Siempre estaría ahí, mirándome con su pupila LED, que también me observaría cuando, ya en la bajada definitiva, yo entrase en agonía mientras ella, la bombilla, continuaría impasible, dispuesta a contemplar como mis ojos se cierran para siempre y ella continúa encendida, orgullosa de haberme sobrevivido. Ni hablar. Prefiero bombillas menos presuntuosas, que tenga que cambiarlas de vez en cuando.

Publicado en La Vanguardia 23/03/12, por Quim Monzó


Madame Bovary, por Joana Bonet

Madame Bovary fue un retrato adelantado de la mujer insumisa. Y aunque el personaje acabe reducido a carne de autodestrucción, Flaubert no se privó de hacerle decir cosas como esta: «Un hombre por lo menos es libre, puede gozar de cualquier placer. Pero cuando un deseo nace en una mujer ya existe una norma para reprimirlo». La versión teatral que estos días pone en escena Magüi Mira en el Bellas Artes de Madrid, protagonizada por Ana Torrent, arrastra un torrente de deseo femenino aunque también de avidez, insatisfacción y neurosis. Un deseo que provoca una ristra de adjetivos pendencieros. Magüi Mira se acerca con ímpetu a la sexualidad sedienta de la Bovary, a la vez que a su desgraciada inseguridad, arrodillada para calzar las botas a su marido y sus amantes. A su pasión sólo le aguarda tragedia. Cómo se endeuda comprando trajes para que ellos la quieran más, cómo desafía el qué dirán torturándose sobre su colcha azul real… Emma Bovary es un caballo desbocado y perdido que Flaubert condena despiadadamente por su pecado, y apenas permite que se impregne de un instante de su furtiva felicidad.
Demasiado se ha escrito últimamente sobre la infidelidad como revulsivo para la pareja, y a pesar del equilibrio entre sexos en asunto de cuernos, se constata la evidencia de que ellas guardan más discreción mientras que ellos acaban delatándose con torpeza. Ese dato afianza dos mitos: mientras potencia el estereotipo de lo femenino como simulado y sutil, y lo masculino con un previsible guión de una sexualidad desbordada, también evidencia que una infidelidad, si es femenina, parece doble infidelidad. Porque el guión escrito en diferentes formatos marca una importante distinción entre sexo y amor: se entiende que si una mujer es infiel y no sabe comportarse como tradicionalmente han hecho ellos (con pocas complicaciones emocionales y sólo desde una dimensión lúdico-erótica), tiene ya el zarpazo del amor rasgándole el cerebro.
Tanta tinta vertida sobre los preliminares que deleitan a las féminas y ahora resulta que un estudio reciente asegura todo lo contrario: hoy, los hombres requieren mimos y besos mientras que ellas piden sexo. El estudio ha sido publicado por el Instituto Kinsey, no por un manual de sexo en la ciudad, aunque recoge su eco. Mimos. La palabra incluso saltó a la escena política y, ratificando el asunto, también los reclamó un hombre: Pérez Rubalcaba. Si este asunto de los varones tiernos se reprodujera como patrón de conducta, igual que entre las más de mil parejas que participaron en él, la percepción de la sexualidad daría un vuelco. Hombres sedientos de besos y mujeres postergando los preliminares; ellos perdiendo el miedo a mostrar su parte femenina y ellas aprendiendo a disfrutar de su sexualidad sin culpas.
Desde hace tiempo, intento explorar un lenguaje común entre hombres y mujeres que pasa por enterrar viejas y manipuladas etiquetas: de los hombres marlboro a las solteronas ansiosas a lo Bridget Jones, de las amas de casa desesperadas a los hombres alexitímicos y promiscuos. Del lenguaje combativo que nos aleja: «Una mujer sin un hombre es como un pez sin una bicicleta» (Gloria Steinem), al que nos acerca como personas que somos. Paralelamente, ocurre un fenómeno digno de analizar: hoy no hay nada más proscrito que una mujer imitando a un hombre en su manera de mandar, en la relación poco saludable con su trabajo, en su donjuanismo, en la ausencia de la llamada inteligencia emocional. En cambio, el camino inverso es aplaudido socialmente y todo parece proclive a feminizarse, desde la oficina hasta la política, desde la paternidad hasta la prensa o los recursos humanos. ¿Acaso por ello, las madames Bovary del siglo XXI han empezado a pedir más sexo?

Publicado en Cuatro letras y La Vanguardia 22/02/12, por Joana Bonet