30 de septiembre de 2011

Cuando te ve desde su casa

La antítesis es una de las grandes olvidadas de nuestro tiempo. Porque no todo lo aparentemente bueno es bueno. Por ejemplo: la cultura. Un conjunto de conocimientos permite a su poseedor desarrollar juicios críticos mucho más elaborados que alguien cuyo conocimiento se ciñe a la discoteca. De cultura a culto, de culto a inculto. De la virtud al defecto, probablemente el más ruin que hoy existe. Sin embargo hay un tipo de cultura –si, desde luego es cultura- mala. El televisor y televisión. La tele es un producto cultural, que refleja ideales e inercias actuales, comportamientos, actitudes y tendencias de todo cuanto hoy se piensa y cree. Refleja –no lo que es la persona- sino cómo son quienes la contemplan. Normalmente esos solo son charlatanes, bufones y payasos de circo, que dedican largas horas, con sus mejores trajes y un discurso tan mezquino cual roñoso, a supeditar vacíos o actitudes de tedio bien merecido.
(Hay, aunque muy poco, televisión buena).
Un programa más que conocido (Callejeros), por cierto culturalmente miserable, visto en cada rincón de la península y que, sin mentiras, entretiene, enseña y te hace reír, logró ayer lo que parecía una consecuencia ya irremediable de la imagen audiovisual. Los periodistas viajan a distintos puntos del mundo y allí entrevistan a sus oriundos. Esta vez se quedaron cerca, fueron a Aldaia, población de la Comunitat Valenciana, y allí rodaron el capítulo Poligoneros (como haría Jordi Pujol en caso de duda), que son aquellos mozos y mozas que apuran las últimas horas de la noche en las salas, discotecas y locales de los polígonos urbanos. Los periodistas se detuvieron a media tarde con una gran familia gitana. Innumerables jóvenes berreaba aquí y allá y mostraban sus lujosos músculos tintados, tostados, y su capacidad de intimidación con bocas avaras y amenazantes. Frases como “que venga el tío ese, que lo voy a partir la cara” o “somos los amos de aquí, de Aldaia y de Valencia, quien nos vacila muere” sucedían a barrigas acuchilladas o labios rotos por la patria y el amor. La periodista en un momento dado, pregunta al patriarca cuál es su profesión. Este, muy lozano y juncal, responde que el comercio de la harina. Fina metáfora, desde luego, que a quien más o menos le puede hacer gracia. La dedicación se reitera, y se le añaden cosas como “aquí vendemos el pan ya cortado, ¿sabes?”, “esto, aquí, esto es la ciudad sin ley, ¿me entiendes o no?”, hasta que en el cierre del vídeo encontramos a un joven extrayendo de un interior una hermosa y verde planta de cannabis. La muestra y dice poseer grandes cantidades, y asegura que con ella comercializa, ganándose –tal vez no el pan, ya cortado-, pero sí sus ingresos necesarios. A partir, pues, de este vídeo, la policía local ha detenido a uno de los protagonistas que se jactaban de su fácil delincuencia. No han querido identificarlos, ni dar más información que sus simples iniciales. A saber tenía dos arrestos anteriores por atraco con fuerza en un establecimiento, y otros de los detenidos por asalto violento a un domicilio. Esta pequeña bromita les saldrá cara. Porque la gente olvida que no es la televisión quien se introduce en sus casa, sino ellos quienes se introducen en el televisor. Ante la cámara eres un fácil blanco, una diana hermosa. Porque no toda la cultura es buena. Aunque haya incultura con la que te mueres de la risa.

26 de septiembre de 2011

Mamá, ¿es sangre? No hijo: es tomate

São Paulo
En esta historia hay tres protagonistas: Lupita (la víctima), Maria Nilza Simões (la celosa) y de Jesús (el sicario).
Maria Nilza Simões, la despechada, tenía graves sospechas sobre la fidelidad profesante de su marido. En un ataque de duda no resuelta, decidió cortar por lo sano: creo –pensó-, creo que mi marido me está engañando con la Lupita (la vecina), y por ese motivo voy a contratar a un sicario (de Jesús) para que acabe con ella; eso es, le pago 1.000 reales y sanseacabó. Y así lo hizo. Contactó con de Jesús, le dijo que si asesinaba a la impía mujer que estaba cortejando a su marido le dotaría una cantidad total de 1.000 reales, y se metió tranquilamente en casa. El asesinato como una bella arte tiene sus meandros. Primero se debe estudiar a la víctima: saber en cada momento qué hace, con quién, cómo, todo para cerciorarse que la limpieza  del crimen será absoluta. Fue durante este proceso cuando de Jesús (el sicario, repito: el sicario) reconoció a Lupita (la víctima); fue tan profundo el amor que sintió por ella años atrás que, ¿cómo la iba a matar, si todavía hoy la quería más que nunca? Se aproximó a Lupita y la informó de la situación. Vaya, pensarían. Tengo una idea.
Ambos fueron al supermercado del pueblo y compraron tres potes de kétchup. Cogieron el coche y se dirigieron a las afueras, concretamente a unos matorrales cuyo lugar, desde luego, jamás he pisado. La víctima (es decir, Lupita) se resquebrajó la camisa blanca, alborotó ligeramente su pelo y se puso un cuchillo de anchas dimensiones entre el lomo y el brazo. Yació quietísima sobre el suelo matorral. Mientras tanto, de Jesús le vertía sobre la camiseta, sobre su tez, sobre todo su cuerpo los tres potes de kétchup que se confundiría inexorablemente con sangre vengativa. Acto seguido, de Jesús le sacó un par o tres de fotografías y se las hizo a llegar a Maria Nilza Simões (recordemos, la despechada). Maria Nilza Simões se alegró; cedió los 1.000 reales a su sicario y todos contentos.
El contencioso surge ahora cuando, unas semanas después, en la feria de una localidad vecina, Maria Nilza Simões encuentra a Lupita y a de Jesús (víctima y verdugo) besándose románticamente delante de una tiendecita. La ira que sintió María debió de ser brutal porque, sin oxígeno en la sangre para matarlos a los dos, se dirigió rápidamente a la comisaria y denunció a de Jesús por haberle robado 1.000 reales.
Los tres acabaron encarcelados y salió a la luz esta historia que acabo de narrar. Ahora, Maria Nilza Simões vive reclutada en su casa, hazmerreír de los conciudadanos; de Jesús se ha esfumado, ¿quién sabe dónde?; y Lupita se ha convertido en una heroína, de aquellas románticas que se dejan matar por amor y que vuelven a la vida cual lo hizo Julieta.
Frases como las que los niños proponen a sus padres cuando ven una película: mamá, ¿lo que le sale por la boca a este tío es sangre? No hijo, no, no es sangre. Es tomate. ¿No ves que son actores?, frases como estas al fin toman lógica y sentido, al fin se han convertido en un hecho y no en una excusa.
Como aquella canción: y morirme contigo si me matas, y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren.

(Fotografía de Lupita asesinada: http://img01.lavanguardia.com/2011/09/25/Un-sicario-contratado-por-una-_54221201309_53389389549_600_396.jpg)

25 de septiembre de 2011

Catalunya, primera muerte taurina

Brilla el sol en Barcelona. Y no por ello el domingo es menos gris; sí, sin embargo, más bello. No dejarán las horas de latir con su pulso lento y de muerte, pero sí, Barcelona, se liberará hoy de la primera muerte tardía, aquella que vive en la corrida de las plazas. No será este domingo menos purgativo que los demás, donde las jornadas –lunes, jueves, viernes- se echan a la espalda cual yunques de plúmbeo corazón.
Esta tarde, en la Plaza Monumental, se celebra la última corrida de toros en Catalunya. El Parlament aprobó su abolición el pasado julio con 68 votos a favor y  55 en contra. La decisión, recurrida, criticada y apoyada, ha salido finalmente adelante.
Aquellos que hoy ven arte en lidiar toros –así es descrita la tauromaquia- han sentido una puñalada violatoria en pleno lomo: reclaman libertad, fiesta y tradición. Bien cierto es que las corridas son seglares –desde el siglo XII se celebran, exactamente-, pero quién vea en esto una excusa profunda y respetable no es más ávido que una gallina clueca en pleno celo. Aquellos que se estremecen cuando el torero salta al ruedo, que se sienten iluminados por su traje de luces, con su nariz de payaso y aquellos ojos que sí lidian entre una firme deficiencia y una ignorancia atroz, que gustan del sol y sombra y de los domingos por la tarde sangrientos, están hoy de luto. Y me alegro terriblemente.
Las partes contrarias, ya sean defensores de los derechos animales o aquellos que, simplemente, ven una memez que cuatro gitanos se diviertan con tortura y martirio, están de celebración. ¿Qué gracia tiene un picador? ¿O un mozo de espadas, o los secos alguacilillos? ¿O una masa enardecida gritando con pañuelos blancos en la mano, pidiendo orejas y rabo como si estuvieran en Casa Lucio? Parecen, sin más, payasos de circo.
No hay ningún motivo para mantener una celebración como la de las corridas. Arcaica, violenta, incivilizada, no llevará a Catalunya a un círculo superior del infierno, pero tampoco hundirá a España al oscuro noveno, donde ya parece haberse sitiado Andalucía.
La tauromaquia, antes consagrada y amada por personajes como Federico García Lorca o Ernest Hemingway, ha ido decayendo a una pesadumbre de dineros fáciles y famoseo gañán. Ni antes ni ahora –ni Lorca ni José Tomás- ha debido respetarse semejante crueldad.
Allí está Portugal, el sur de Francia, América latina: el fanatismo se contagia cual peste.
No olvidemos que en Catalunya se mantienen tradiciones taurinas: los correbous, sin ir más lejos -que se podría- ya son un buen ejemplo del camino que todavía resta por recorrer. Y que, por tanto, no podemos enorgullecernos de ser los primeros en fulminar una crueldad teniendo otras paralelas que nos soplan en la nuca.
Nos obstante, sí podemos y debemos alzar la voz y clamar que aquí, hoy, esta tarde de domingo en Barcelona, la tauromaquia ha recibido su primera puñalada de muerte, que aquí ya no van a volver. Y eso nos hace un poco más libres.
Porque yo me declaro perpetuamente antitaurino. Porque brilla el sol en Barcelona, y cuando caiga la noche aún más esplendente refulgirá. Hoy celebramos la muerte de la tauromaquia. Que no vuelva nunca más.

23 de septiembre de 2011

Satélite sin control

Hoy: 20.00 horas. El satélite UARS caerá a la tierra. De seis toneladas de peso, a este satélite se le acabó la vida útil. La vida de un artilugio semejante rodea los tres y diez años de duración; lo que perdura su combustible y su funcionalidad allá arriba. Eximido este momento, los satélites van perdiendo altura y se reincorporan a la atmósfera terrestre.
Según se cree –extraño es no utilizar ciencia cierta cuando se habla de NASA- el peligro de que un residuo de esta máquina acabe con la vida de alguien es comparable a la posibilidad de que un rayo mate a una persona. La mayor parte de la nave se desintegrará en su paso por la atmósfera. Sin embargo, es más que probable que los principales restos caigan en tierra sólida. Se espera se produzca en Papúa Nueva Guinea. Y no se descarta que España sea anfitrión de alguno de sus despojos. “Hay una posibilidad entre un billón que una de las grandes piezas del satélite acaben con la vida de un español”, afirma Miguel Ángel Molina, director de la Unidad de Ingeniería Espacial. Y reitera la más que probable caída en regiones españolas.
Ahora: ¿qué debe de pensar el eterno jugador –soñador- del euromillón? Desde luego, si piensa que puede ganar una lotería europea, ¿por qué no le va a partir la crisma un cacharro chatarrero espacial? Es bonito reflexionar sobre cómo un contenido (que te caiga un satélite en la cabeza o que te toque el euromillón) separa el sueño con la pesadilla. Siempre dentro de un mismo concepto: la estadística, la probabilidad.
Es muy improbable que a ti, lector, te caiga una turbina del UARS y, desgraciadamente, igual de complicado que te caiga el euromillón. Que no se dude, por ello, de que el espabilado de turno le dirá a su compañero: eh, mira al cielo, tío, se aproxima un pedazo del satélite. El compañero alzará la vista al cielo y él aprovechará la desatención para propinarle una fuerte patada en los testículos. “¿Pero qué haces, capullo?” Duele, eh, duele. No he sido yo; ha sido la moralidad, que se debate entre la riqueza y la miseria. No hay control, no hay control para la probabilidad.Y, sin embargo, todo fue una mentira.

22 de septiembre de 2011

El café de los miserables

(Primera página de una novela)


En el café Jornal hay varias mesas dispuestas sin ningún tipo de orden. Son mesas redondas, pequeñas, con sillas tubulares, huecas, una a cada polo. Por principio, no hay más de dos; pareja de cafeteros son multitud. Por eso, los clientes acostumbran a sentarse solos. Sin embargo, no se demoran, tan pronto cae el primer rayo de noche, el café Jornal se convierte en una jaula de grillos, en una piara de cerdos, yuntos siempre por la orilla de nuestro tiempo.

Don Ramón de Carvajal es cincuentón. Tiene barriga y el pelo gris. Viste un lamentable traje blanco que ni los domingos se lo quita. Solo se requiere escucharlo durante diez segundo para advertir su propensa falta de modales. Él, a las siete y media de la tarde, está sentado solo a una de las mesas de la parte izquierda del café.
    -Coño, está para comérsela con la lengua. ¿Verdad? Manda coño, la muy furcia ni se giró. ¿Sabe? Coño, le dije, coño del todo. Primero la silbé como solo se silba a los bellezones como ella. Fiu, fiu. La coño, puta, ni se inmutó. Corrí unos metros, la adelanté y me apoyé en la siguiente farola. ¡Deberías ver su cara! Me miró con unos ojos que decían: fóllame, capullo, fóllame que te quiero. La oteé de arriba abajo. Tenía unas piernas… ay, ñam, qué piernas tenía al aire; las movía como una modelo, o como una de esas putitas, ¿sabe?, coño, que pensé que me explotaba. Pasó por al lado, y cómo me seguía mirando, coño, se veía que iba caliente, eh, pensé que en cualquier momento me la agarraría y me diría: fóllame, capullo, que joder cuánto te quiero.

Al otro extremo, la señorita Claudia estaba igualmente sola. Pidió educadamente un café al camarero, con leche, le dijo, por favor. No llegaba a los veinte años y llevaba una faldita corta y una carpeta con varios folios sobresalientes.
    -Yo le dije: ¿y qué hiciste? Tía, me contestó ella: qué iba a hacer… pues comerle la boca. Ay, flipa, flipa, es para flipar, le digo: ¿y quién te azuzó para ir a la discoteca? Fue Rosa, dice, dice, fue Rosa y la Filipa, vino también la morena, pero porque la rubia había quedado con Ramón y no quería quedarse sin chat. ¿Y no lo conocías? Sí, desde luego, dice; el primo de un amigo de mi primo, el Javier, tiene un amigo que estudiaba con él el año pasado. Él me vio por Facebook y me dejó un mensaje. Flipa, tía, flipa. ¿No flipas? Es que, ¿tú que piensas de todo esto? Además, luego le digo: bueno, Carmina, ¿y ahora qué? Bah, tía, bah. Está buenísimo: alto, moreno, con su tableta definida en los abdominales… ¿Y ahora qué, Carmina, ahora qué, tía? Cuenta, por dios. Digo. Dice: nada… está de rollo con la Rosario, dice que me quiere y que lo hará todo por mí. Pero no quiere dañar a Rosario. ¡Encima es sensible!, dice. Flipa, tía, flipa…

Es edil de la localidad de Carmona y se encuentra aquí de viaje oficial, en el centro de la sala. Es de los que piensa que las elecciones se ganan desde el centro. Se está tomando un orujo y unas orejas fritas. Se limpia el bigote con una de las servilletas de papel: gracias por su visita. El teléfono, que lo tiene al lado, debe sonar en cualquier momento. Que, al menos, el viaje haya servido para algo. Pero nada, no suena. De momento no suena.
    -Yo se lo dije. Mira que se lo dije. Tramitemos los papeles así. Y no. Tuvo que hacerlo asá. Le dije: hagámoslo en negro, que luego nos ahorramos las minutas y los funcionarios estarán más contentos. Pues no: asá otra vez. ¡Pero mira que eres tonto! A Hacienda se la puede engañar fácilmente, solo se necesita un poquito de picardía, dos dedos de frente. Yo pongo el piso al nombre de mi esposa, y la finca del campo y la hípica, y las acciones del club, a nombre del pequeño Dani. Y a jugar a golf se ha dicho. ¡Pero qué energúmeno eres, carajo! Así, así, Antonín, así, coño, que al fin y al cabo eres el alcalde. Pues nada: asá, asá… lo tuvo que hacer asá.

Don Ramón de Carvajal se rasca los cojones. De tanto pensar ha tenido una erección.
    -Fóllame, capullo, fóllame del coño que te quiero en mi coño, parecía que dijera esto con sus ojos la muy sucia. Yo babeaba. Apoyado en la farola, mi polla parecía una farola. ¡Qué buena, coño, qué buena y cómo estás! Seguía caminando, parecía una gata caliente. Movía su culo como una princesa con corpiño. Había poca gente. A eso que pasó un inmigrante, era un moro, uno de esos árabes del Pakistán o vaya a saber uno de dónde. Eso son los peores, coño, los peores del todo. Miran a las mujeres que da asco, son unos cerdos, nos embrutecen a los españoles que sí sabemos mirar. A todo esto, la chica se acercaba ya a la farola. Se aceleró mi respiración. Qué tetas tenía la muy guarra, coño, parecía que dijeran: cómeme, cómeme maldito capullo que te amo. Pasó al fin por mi lado. Y abalancé mi brazo y le di una cachetada en el culo.

21 de septiembre de 2011

La lapicera, la otra historia y los delirios de una musa

Hoy quiero reconocer tres sinceras palabras que corretean en publicaciones diarias. Son tres elementos con corazón, cada una con pluma propia; tres y no más –ni tampoco menos. Partidas desde distintos puntos de península: una en la capital, otro en la tierra de las brujas, y otra en nuestra capital, que es Barcelona, siempre gris y brillante precisamente por ello, por ella, por sus delirios.
En la lapicera hay de todo excepto borrador. Plumines afilados comparten alfombra con lápices de colores innominables, certeros, antiguos, modernos... Acoge una miscelánea que deambula entre lo críptico y lo místico. Los artículos aparecen y desaparecen como sombras y metales dúctiles, con una ordenación digna de la más pura alquimia. Porque La lapicera no nace en Madrid, sino en Mesopotamia, en Persia, en la Antigua Grecia, en el Imperio Islámico. Tan bien se describe la procedencia de los Tiovivo como fluyen sencillos versos sobre John Dee. En La lapicera el tránsito debe de ser insoportable, cual calle de capital, cual iglesia de mezquita de centro de reunión taoísta. Doblan las campanas y se palpan el detalle y el esmero con que se publica lo recientemente publicado. Reitero: que todo tenga cabida excepto la goma de borrar.
A otra historia.
La otra historia no es otra historia más. Es, únicamente, la historia narrada desde una perspectiva científica, pragmática y –contradiciendo lo escrito- muy pasional. Entre curiosidades y teorías -porque no son principios ni preceptos, en la historia de eso no hay-, se cava arqueológicamente el pasado remoto de la humanidad. Walter Benjamin lo dijo: para entender la historia hay que hurgar en ella, con las manos, con los pies, retirar la arena y las aguas fecales que los siglos –o sin más el tiempo- tanto han llegado a embrutecerla. Del porqué se aplaude a las últimas noticias sobre descubrimientos arqueológicos: termas, palacios, inmensidades. Se abastece de una narrativa clara y concisa, que no torea porque –y de ello estoy seguro- no le gustan los toros y porque no se trata de torear la historia, sino de acariciarla, examinarla y luego darle una fortísima patada en sus partes por lo meretriz que ha sido. Anibal Barca y el joven Escipión libran nuevas púnicas en un blog que, al menos, debe ser leído siete veces por semana.
Y de Galicia a la Galicia mediterránea; al espíritu oscuro de una belleza terrible. Delirios, confesiones… érase, en definitiva, una vez una musa. Artículos recurrentes, de ágil prosa, de inmensa claridad, de dirección sin complejo; sobre el cuidado facial, sobre la tez blanca, bruna o purpúrea. Posee esa excelencia de los cosméticos y de los desayunos con diamantes. En él se declama sobre la belleza y, desde luego, sobre las lenguas prohibidas. “Ya no se soy mujer o soy una mierda” es un artículo atrevido, un artículo intelectual cuya exposición sobre el enmascarado acoso al género femenino del siglo de hoy se alza explícitamente, sin complejos, resolviendo con nota una problemática más que preocupante. Una musa no es nadie –excepto ella- es un lugar donde las cabelleras se enredan con la protesta: Nietzsche se cuida el bigote.
Solo una pelirroja de talento infinito puede describir la tonalidad de un rostro, el consumismo comercial y el exceso de artificio en la crítica miserable.
Tres blogs, pues, que quería destacar y reconocer; los tres que, cual periódicos, leo diariamente.

Sinceramente, M. Verlén.

20 de septiembre de 2011

Ellas y la huelga sexual terminan con el conflicto armado

Filipinas.
En Mindanao, la segunda isla más grande de Filipinas, la violencia es el pan de cada día. En 1970 se produjo una revuelta separatista que ha desatado pasiones contradictorias entre los habitantes de las distintas poblaciones, conduciéndolos a una interminable sucesión de garlitos y cabronadas cuyos fines se rigen únicamente a la complicación del desarrollo prójimo.

Cae una llovizna imperceptible. Ila –la joven del pueblo- teje unas cortinas con hilo escarlata. Es tal el silencio de la habitación, que la aguja se introduce en el tejido ya con forma como si un estilete se clavara en el pie de un mártir; es ruido de cristal, de vidrio, ruido de noche. Desde luego el día no tiene ninguna intención de anochecer, bien al contrario el sol arrima su espalda a la hora sin levógiro ni dextrógiro: brilla el mediodía con lluvia. Joda –su marido- se acerca a ella:
    -¿Terminaste ya la mantilla?
    -No es una mantilla.
    -¿Qué es?
    -Una cortina para los Vesanios.
    -¿La terminaste, en cualquier caso?
    -No, todavía no. Dos días. Puedes, sin embargo, llevarte esta mantilla. Es para los Dexodos. La tienes aquí desde el jueves, y les urge.
Joda la mira con pasión. Ila es hermosa, joven, su piel bruna traza anochecer en sus piernas. Son las piernas más uniformes de la villa: largas, trenzadas por las rodillas, estrechas como las calles de Praga. Sus pechos redonditos se ciñen a la prenda negra que la guarece de la humedad. ¡Deseo terrible de Joda desde que la conoció! El marido toma la mantilla, se estremece, sale dirección  villa Moan para entregar la mercancía  a los Dexodos.
Se sucede hora y media.
Ila sigue cosiendo la cortina, parece que la tela ha descolorido y sus dedos están manchados; pero ella desconoce si es la tela –mala, muy mala- o si en un trazo la aguja pinchó carne. Qué más da.
Entra Joda:
    -¡Otra vez, otra vez!
    -Tranquilízate, hombre.
    -¿Tranquilizarme? ¡Los malditos han vuelto a cortar la carretera!
    -Ahora, sobre todo, no tomes medidas.
   -¿Qué no tome medidas? ¡Pues claro que las voy a tomar! ¿Y sabes cómo? ¿Sabes dónde? ¿Sabes cuando? ¡Yo te lo diré: arrebatándoles el huerto, en su huerto, esta noche; y les pegaré un tiro a cada uno de sus animales!
Ila se levanta triste. Sale al exterior donde el cielo es gris y una maleza de verde recorre el contorno de la aldea. Cae una llovizna imperceptible, pero de mayor intensidad que la de antes. Estira el cuello y la lluvia moja su pecho, su cadera, sus piernas.
    -No deberías.
    -¿Ah, no? –contesta Joda, que tiene la boca abierta y los ojos fijos en los pezones marcados de Ila, que son como pequeños frutos de ambrosía.
    -No. Y no creo que a tus amigos Job, Rea, Bu y Treo les guste. Nosotras hemos vetado.

Las mujeres, pues, han decidido ponerse en huelga sexual. Hasta que no cese el conflicto, hasta que las armas enmudezcan, hasta que las carreteras no se dejen de cortar, hasta que las artimañas y trampas desaparezcan del todo, ningún hombre de nuestra aldea saciará su deseo sexual con ninguna de nosotras. Somos sus esposas, los queremos y también nos excitan: no solo ellos son deseo sexual. Nosotras tenemos terriblemente deseo sexual. Pero somos valientes y hermosas. Por eso no tendréis sexo hasta que el conflicto cese.
El conflicto de casi medio siglo se ha extinguido. Apenas reminiscencias últimas prosiguen enfrentando acciones infantiles.
Mindanao respira. Y todas, como Ila, respiran entre gemidos, descanso y trabajo. Cada costura, la aguja se introduce en la tela como la belleza e inteligencia que ellas introdujeron en la historia filipina.
Alzado el veto, cae una llovizna imperceptible.

18 de septiembre de 2011

Rosalía de Castro habló catalán

(Relato breve. Inmersión lingüística)


Una nube gris e inmensa cubría el cielo de Santiago, tan habituado ya a las oquedades incoloras del boreal. Rosalía, de sobras conocida por los gallegos y en proceso de abrir su pluma al mundo, decidió salir igualmente a dar su habitual paseo por las afueras de la capital. Como sabido es, Santiago es una pequeña capital. Pequeña: no humilde, ni sencilla, ni simple, ni monda, ni siquiera diminuta –mucho menos grande. Pequeña y punto. La urbe, desde luego, todavía no hubo lanzado su fiera garra sobre sus estrechitas calles, y bastaba caminar entre seis y ocho minutos para alcanzar, con aire fresco y gesto sobrio, el verde de los árboles y el pardo cobrizo de la tierra yerma. Se le acostumbra a llamar monte a eso. Pero no era el monte por donde Rosalía paseó aquella tarde. Era tan intenso el frío que clavaba en el horizonte que, de comerse el Atlántico la tierra de Muxía, Cee, Vimianzo, Noia y Negreira, ahora escribiría que Rosalía aquella tarde paseaba por las enormes llanuras del ártico norte. Demasiado larga la vida de aquel invierno. Dieciséis las semanas se contaban ya desde la primera gran nevada. Una barbaridad. El vestido de Rosalía arrastraba por el suelo, una brillante corona de flores –blancas ellas como la misma nieve- se le sostenían en el pelo mediante un artilugio de lo más sofisticado. Nadie dudaba de la precoz genialidad de la compostelana, pero aquella tarde –fuera el invierno o la corona que acaso le apretaba demasiado- Rosalía se hallaba incómoda. ¿Qué sería? Trazaba pasos vaporosos, la tierra, a sus pies, como todos, no emitía sonido alguno, es más, parecía enmudecer como enmudecen las lechuzas cuando ya han cantado la epifanía de la muerte. Las hojas de los árboles no eran verdes, y el viento arreciaba con fuerza, meciendo con cierta gracia las ramas traviesas de los árboles que, como el cielo, ya estaban acostumbrados a las voluntades del boreal. Por que a mano do inverno é maior que o pé da primavera?, meditaba Rosalía. ¡E o negro da noite sexa máis intenso que a calor e a brancura da alba! Entonces empezó a llover. Cayeron líneas trazadas del cielo como si un poeta escribiera versos malos a vuela pluma, o como si una princesa llorara en lo alto de la más alta torre. Era, ciertamente, una lluvia de mal augurio, de mala voluntad…
Rosalía andaba entonces por la cuesta de Foz, el punto más alejado de su casa que había pisado en todo el invierno. Vio una cueva en el flanco y no dudó ni un momento en introducirse en ella.
Dentro caía un goteo, y cayeron dos. El sonido era húmedo y vacío, golpeaba contra los charcos de piedra gris. Yo me figuro que incluso las cuevas de Galicia deben de estar acostumbradas a las oquedades incoloras del boreal, pero… ¡quién sabe! Rosalía decidió sentarse en una roca semejante al cantil de las costas. Allí, con las piernas cruzaditas y un blancor lúgubre entornándole toda su tez, fijaba desganada sus ojos en los charquito tamborileros. Estaba a salvo, pero, ¿a salvo de qué? Como mínimo de la chuvia. Se puso a pensar en Platón y en su mito de la caverna. Se eu tivese coñecido a Platón… quen sabe, talvez houbera morto do espanto. Rosalía no se las tenía todas consigo; era fiel seguidora de Platón, desde luego. Le agradaban además los andares de genios. Siempre dijo que le recordaba un poco a Da Vinci. Sin embargo, en la práctica –con Platón, Da Vinci, o con Edgar Allan Poe- siempre fue mucho más reticente. Se tivese que elixir a un, a quen elixiría? Rosalía fue romántica, pero ante todo, consecuente. Sabía que, creyendo en la filosofía de Platón, inexorablemente renegaba de la de Descartes, Locke y Hume. No es que ninguno de ellos la llenaran, pero lo mismo ocurre, pensó, o mesmo acontece con Miguel Ángel, Rafeo ou Bernini: non se pode querer a todos. A todo esto le entró un estremecimiento terrible. No era miedo ni tampoco frío. Era partimiento de corazón. A ella le gusta mucho Bernini, y Borromini, y no sabría qué escoger si le presentaran La transfiguración y El santo entierro, ambos inconclusos. Para evadirse de tanta belleza y crueldad, se levantó de la roca y deambuló por entre el llano circular de la cueva. Taciturna, lúgubre, le pareció distinguir una escritura en una de las paredes: linguaxe da nosa terra. Estaba trazado con estilete. La humedad embrollaba la lectura, pero sin duda, linguaxe da nosa terra era lo que ponía. Ahora surgía otra duda: ¿quién escribió aquello? Ay, Rosalía, Rosalía, siempre tan curiosa y sensible. El estremecimiento, pues, convertióse en curiosidad. Y la curiosidad, cuando con ningún signo apareció aquella sombra posada fijamente en la pared, transmutó a un susto tan inesperado como la flojera que dispuso la lluvia.
    -¿Quen é? –preguntó Rosalía- ¿Quere algo, señor o señora?
La sombra no se movió un ápice. Se mantuvo estática como la muerte, incrustada allí entre las incisuras húmidas de la pared.
    -Yo soy quien escribió tu frase en la pared –dijo la sombra con una voz profunda y ruda-. ¿No era eso lo que querías saber?
Rosalía no contestó. Se limitó a temblar por dentro, sin dar señales de miedo ni vergüenza.
    -Mi vida terminó aquí, en esta cueva. Una tormenta me sorprendió cuando huía camino a las Américas. No sé dónde. Solo sé que lejos, bien lejos.
    -A súo acento, sombra, é estraño. Vostede non é galego. De onde, pois, trae a súa vida?
    -¿Mi vida? Yo, Rosalía, soy hermano tuyo. Vengo del otro lado, pero nos une la lengua.
    -¿A lingua?
Rosalía se excitó al pensar cómo sería un beso en la boca de una sombra.
    -¿Por que escribiu esta oración na parede?
    -Porque tenía miedo. Supe de mi muerte en cuanto me vi obligado a huir. Ya estaba a punto de alcanzar Finisterra, pero aquella maldita tormenta me lo impidió. Me seguían, me seguían muy de cerca. No tenía escapatoria, no encerrado aquí. Así que, en cuanto oí el canto de la lechuza, empecé a golpear con la palma de mi mano el estilete que compré al comerciante iriense que se encontraba comerciando en la costa de Lugo.
La sombra hablaba con puro sentimiento. La emoción, la pasión, la devoción con que narraba los hechos enfatizaba la curiosa pronunciación que Rosalía predijo al comienzo.
    -Escribes versos realmente bellos, Rosalía. ¿Sabes? Allí, al otro lado, te admiramos fervientemente. Hay un mosén que te encantaría: Jacint Verdaguer, se llama.
    -A que tivo medo, amada sombra miña?
    -Tuve miedo al expolio. Trataron de arrebatarme lo que más quería. Me amenazaron, me intentaron quemar, a la hoguera, como las brujas, me dijeron. Creo que escribes demasiado, comentaron desde el centro, te deberemos cortar la lengua como no moderes tus modales. Nosotros, al igual que tú, Rosalía, estamos luchando por el Renacimiento. Renaixença allá; rexurdimiento, aquí. Tú eres, Rosalía, un bastión inmenso. Y por eso tracé esta frase para ti.
   -Linguaxe da nosa terra… -susurró Rosalía-. Linguaxe da nosa terra.
La sombra empezó a evanescerse:
    -Yo, Rosalía, amo a Quevedo, amo a Lope de Vega y a Cervantes. El castellano es un lenguaje precioso, rico, ninguno haylo como él. Pero en mi casa, Rosalía, como tú, hablo el idioma de mis padres, el idioma de la tierra en que nací. Podría no hacerlo, pero estaría vendiendo a la muerte una lengua que es de mi boca. Como tu hermosa boca, Rosalía. Jamás dejes de trazar con ella palabras.
La sombra, definitivamente, desapareció. Dejando en su lugar unas rutilantes e inquisidoras botas azules. La tormenta hubo amainado y Rosalía, que desprendía una lágrima azul que le corría por las piernas, las asió y se fue.
Aquel día comenzó a escribir El caballero de las botas azules, obra maestra de la literatura castellana del siglo diecinueve. Años después, las Follas novas se alzarían con el reconocimiento histórico de las letras galegas.
Ella escribió en gallego. Fue la más grande poetisa de las letras de la terra das meigas. Y también lo hizo en castellano, dominando como pocos el lenguaje más hermoso del mundo. Sin embargo, jamás olvidó de dónde trajo su vida.
Ya en su lecho de muerte, Rosalía comprendió qué le ocurría a su sombra de botas azules: no se atenía a una lid con la justicia, no fue un perseguido político, ni un ladronzuelo como los hay a patadas. Con el cáncer de útero rozándole los ojos, Rosalía de Castro entendió que en la pared de aquella cueva, aquella sombra, aquella su sombra hubo escrito: el lenguaje nos aterra.
Unió, así, su boca con la boca de la sombra. En un beso eterno.

15 de septiembre de 2011

Libro con cuerpo de princesa desnuda

Abrí ayer la sección de Libros de La Vanguardia y la noticia se introdujo en mis ojos como un jarro de agua fría: “IKEA se prepara para el fin del libro en papel”.
Bien, en esta afirmativa hay varios errores. El primero, desde luego, la desorientación de la compañía en caso que su anuncio fuera cierto. En segundo lugar, probablemente mucho más grave, la indecencia de llamar libro a la ausencia de papel. Recurriendo a la Real Academia de la Lengua se encuentra en la sección L la siguiente entrada:

 Libro.
1.m. Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que,    encuadernadas, forman un volumen. (La definición: "obra científica, literaria o de cualquier otra índole con extensión suficiente para formar volumen, que puede aparecer impresa o en otro soporte" permanece relegada a un segundo plano).

Por lo visto, la compañía sueca ha iniciado un proceso sustitutivo con su famosa estantería Billy. Ya se sabe: los tiempos están cambiando. La cadena de muebles tiene muy claro que la digitalización de los libros es un hecho irreparable, sólido y sin marcha atrás, por ello han remodelado a Billy –ilustre por su sencillez y precio- de modo que su función principal no sea ya el almacenaje de libros sino la sujeción y exposición de elementos decorativos del ajuar. Exclusivamente. Además, con el aterrizaje hace apenas unos días de la compañía Amazon en España, la duda parece haberse solventado con mayor fiereza: “el proceso de digitalización –así como ocurre ya en USA, donde el 12% de los lectores utilizan como soporte el E-Reader- va a sufrir una aceleración notabilísima en la tierra peninsular.”
Como es lógico, mucha gente es partidaria del soporte digital. La misma noticia de La Vanguardia, por ejemplo, concluye: “de momento, sobre todo aquellos que viven en un piso pequeño, pueden ir pensando qué harán con el espacio que quedará libre cuando ya no tengan que guardar tomos y tomos que, si finalmente la digitalización llega, quedarán reducidos a un archivo de lectura.” Decir, pensar o creer esto es una absoluta vejación, una ageusia literaria muy preocupante, una falta de respeto a la cultura y a todos los lectores que, conocedores de la importancia de un cuerpo, se ven involucrados en un avance de retraso cultural. Qué se pretende, ¿emplazar los libros a anhelos e impulsos de coleccionista?, ¿que los libros sean artículos exangües de un violento golpe de Tánatos?, ¿que un niño, un infante lector coja un libro de Cela tal y como se puede coger hoy una primera edición de David Hume?
Produce un gran placer, sin embargo, leer actitudes y opiniones que se aferran al soporte de papel, al original, al –si esto se extiende- tradicional y clásico. Un libro es literatura, y el cuerpo del libro es desnudez, senos, perfume, tacto, emoción. Se puede sufrir por el cuerpo de un libro. Se puede dormir con él y te puede clavar la tapa en la espalda hasta la saciedad ¡Es el concepto de un libro! Es caduco, así lo es la carne del cuerpo. Pero su muerte va más allá de la tumba: está en el fuego, en las llamas, en las guerras y revoluciones. La muerte del libro se ha representado a través de autocracias, de fascismos, de condenas… pero jamás a través de un enemigo tan nefando como una pantalla digital que irradia y deshace los ojos. Asimismo ha sido su vida: avance, consagración, memoria, la representación más perfecta que posee la razón y la emoción para expresarse.
La estantería Billy poseerá, a partir de ahora, unos cristales finitos para que los objetos de decoración que se sostengan sobre los finitos anaqueles no se caigan ni se empolven. Vivirán inútilmente tras una pantalla de cristal, sin olor, sin piel, sin literatura.

13 de septiembre de 2011

Sexo o erotismo

 "El protagonista se acerca quedamente a la bailarina y, ay, la noche es oscura y la chica se desquita el sujetador por debajo de la camiseta, se le marcan unos senos duros y afilados mientras él empieza a hincharse como un nenúfar en el agua. Ella se arquea y agacha y la escena brilla con su boca a primer plano y pelirrojos movimientos de caderas"

El fotógrafo dijo “yo seré el actor y que cualquiera dispare el objetivo, ¡que baje Dios y me folle!” para, inmediatamente, bajarse los pantalones, despojarse de su ropa interior, acariciar ligeramente su pene y, ávido, despierto y peludo, introducirlo en una taza de café caliente que su mano sujetaba. La secuencia avanzó con tomas harto contradictorias: ora igualmente desnudo, sobre la cama, agarrándose los gemelos para empujar fuertemente su tronco superior hacia los pies e intentar conseguir con la boca su propio alter, con una lámpara clásica rozando su ano; ora apoyado violentamente contra la pared, sosteniendo con sus nalgas un  tubo de papel de cocina que elevaba su ya reiterativo falo.
Frontera semejante –a la del tubo- se traza sin aparecerse en el género erótico del arte.
La estética del arte está compuesta por géneros normalmente segmentados, segregaciones que, a través de la vía siempre necesaria del concepto, se aúnan y toman sentido artístico.
La muestra más inteligible –acaso e inaudito- se encuentra en la literatura: toda, recuerdo, alejada siempre del arte. Sin embargo, ¿dónde está el límite entre el sexo y el erotismo artístico? Sin diferenciar ahora literatura y arte, ¿una imagen soez, vulgar, rotundamente explícita, ya sea en una novela o en una fotografía, será siempre una imagen soez, vulgar y extremadamente explícita y, por tanto, se encontrará fuera de la legitimidad? La legitimidad no existe en el arte (el siglo veinte se encargo de culminar su demolición), pero sí existe la legitimidad moral del observador y del diletante. Imagínese una película de un prestigioso director –tal vez ha rodado a Hitler muerto en el teatro-, entre sus guiones inteligentes y sus imágenes burdas y adultas la película va evolucionando con extrema maestría, impecabilidad, dulzura y rudeza; se suceden escenas sangrientas, filosóficas, de exabrupto; la tendencia argumental recae sobre una inmensa emoción que solo un callejón, una altillo o un tejado nos revelará. El protagonista se acerca quedamente a la bailarina y, ay, la noche es oscura y la chica se desquita el sujetador por debajo de la camiseta, se le marcan unos senos duros y afilados mientras que él, el protagonista, empieza a hincharse como un nenúfar en el agua. Ella se arquea y agacha y la escena brilla con bocas a primer plano y pelirrojos movimientos de caderas. ¿Qué ocurriría, entonces? Un filme eficaz y magistral muestra al protagonista follando con la bailarina del lago de los cisnes. Ella es hermosa, sin duda; él está bien dotado. Pero, ¿no es eso pornografía? La película, desde luego, no está recomendada para menores de 18 años, mas, ¿cómo plantearía un adulto sensato semejante epifanía del sexo?, ¿qué diría un fiel espectador de su prestigioso director? ¿Sería incorrecto; sería correcto; sería ilegítimo; tal vez un recurso demasiado fácil; una vulgaridad sin apariencia y sin sentido; una escena veraz, dura y con valor artístico; una innovación elocuente; una genialidad, una guarrada? Depende como se hubiera rodado. Un ejemplo paralelo –paso menor-, mucho más asiduo y de tendencia actual, es el género erótico. Escenas mucho más ligeras, con efluvios románticos y sensacionales: cortinajes rojos que rozan pelvis, caricias implícitas que se alejan de la explicitud y aletean a una imaginación tímida y privada… Lo cierto es que la mayoría de los intentos han sido un fracaso. Y el porqué se encuentra en el espectador, y no en el género.
Porque la línea roja entre el sexo y el erotismo es demasiado ancha. El erotismo es implícito, privado, moderado, nos pertenece y se desarrolla en el mí mismo, entre las fantasías y el magín de cada cual, recogiéndonos en sentidos íntimos e incluso emocionales. Sin embargo, el sexo –que no pornografía, y siempre en el arte- nos desnuda ante un ente absoluto; nos sitúa en el blanco de una diana y nos mira con ojos inquisidores. ¡Y ahora qué hago! A casi todo el mundo le gusta el sexo, pero ¡está muy mal visto¡ ¡Una persona que reacciona indiferente frente a un coito explícito, frente a la boca de una bailarina que lame instigadora un pene mojado, no puede estar bien de la cabeza! ¡Es una persona vulgar y de poca inteligencia que gusta demasiado de meneársela o de acariciárselo! Esta es la reacción que un amante de la fotografía, por ejemplo, profesaría frente a la explicitud sexual en una toma. Nos repele, nos ahuyenta, nos convierte en reacios y remisos.
Es muy agradable un labio ascendiendo por una pierna estrecha y delicada, volteando la cadera con la punta de la lengua rosa a través de la tenue luz del candelabro y ver cómo la boca entera se oculta tras el muslo doblado y le hendidura de Venus. Surgen luego gemidos y solo gemidos de voz aguda y pelo rojo con flequillo corto. ¡Ay!, pero un chico vestido de motorista, con una moto infantil o de juguete entre las piernas, tocando ligeramente su pene erecto nos evidencia, nos señala con el dedo y nos desnuda y libera frente a la idea. La fotografía, sin embargo, posee un enfoque maravilloso, unos objetos simbólicos, un ángulo estudiado, una imagen brillante y demente, incluso una fealdad bella y crítica. Pero produce temor, recelo y miedo.
El sexo en el arte es la imagen que el erotismo nos explica mentirosamente. No es vulgar, ni fácil, ni hosco, ni desagradable. Se tiene que tratar con delicadeza. Y, bien hecho, puede ser alto como un pene, profundo como una vagina y explosivo como una eyaculación.
El prejuicio es un vicio humano y, por ello, aunque sea poco, el arte se debe deshumanizar.

12 de septiembre de 2011

Al violento

Sucede cada día, en Barcelona, en la travesía, en Travessera de Gràcia, en la calle por antonomasia empresarial y de los despachos. Desde luego, la secuencia de bancos, cajas y otras epifanías del capitalismo es interminable. Aquí, una Caixa; acá, el Banco Santader; allá, la compañía de seguros más grande de Europa. Y en ningún lado deja de existir algo. Por eso mismo es muy normal la asidua predisposición de la pena y la mendicidad visible, en la calle, en el suelo, en las esquinas.
La metáfora es perversa. Los mendigos, limosneros y otros sin techos se sitúan en las puertas de estos grandes bombardeos económicos.
Delante de Catalunya Caixa: pensarán, ¿qué mejor modo de desvelar la indiscreta sombra de la desigualdad burocrática, sucia y ruin, la distancia del poder absoluto de la banca frente al civil desprotegido? Acaso no piensen exactamente esto. Pero saben que a la gente, que siente y sabe y conoce la explotación de la banca, sentirá cierta proximidad con su mendicidad e indefensión. 
Delante de los supermercados: pensarán, la comida es una necesidad, es un requerimiento básico y un recurso vital para la existencia digna. Saldrán del establecimiento con las bolsas llenas de pizzas, pasta fresca, ensalada y cerveza; yo, por el contrario, estaré sentado en la acera, probablemente cerca del orín de los perros que, indiscriminados, alzan la pata junto a mis frágiles piernas, lacando de amarillo el gris y de peste la humedad; asimismo, el cambio que una bonita o fea cajera les haya devuelto será de moneditas sueltas, muy preciadas para un mendigo como yo; tal vez, entre la indisposición de las manos, el peso de las bolsas, la cartera en la boca y el tique arrugado entre alguno de los dos puños, me lancen las monedas casi por despecho; me importa una absoluta mierda cómo me las lancen, con tal me las lancen, arrojen o tiren en la cara…
Lejos de todo esto, cabe destacar un paradigma distinto. Este es también un mendigo, pero intelectual. Es alto, su pelo es largo, sus ojos están medio cerrados, viste grotescamente, y basta ya de indiscreción. Se sienta en el suelo, como los demás. No en Travessera, ni en travesía alguna, sino en todas las calles, en las de Badalona, en la barra de los bares, en la Rambla tendido sobre el suelo. Habita -lunes, martes y miércoles por la tarde- la acera del portal de una librería de antiguos ejemplares. Allí, con su cara de pasmarote y su desgenio de negligencia mental, aguarda la inspiración que jamás le llega. Quiere especializarse en cine. Pobre hombre. Su sombra de barba es cada vez más gris. No dispone trabajo, pero tampoco lo quiere. Solo quiere libros, pasión, literatura, ser considerado en algún festival de cine, escribir lo que siente y cuanto puede transmitir...
El librero sale entonces de la librería y le lanza un libro que le golpea el cráneo con el canto de la tapa. Es un libro de Almodóvar. El chaval yace sobre el suelo, ante la librería, envuelto en un charquito pequeño de sangre escarlata y negra. Con una ridícula camiseta de película mala.
Y así -esto- sucede cada día en las travesías de nuestro tiempo. Que, en parte, así sea.

9 de septiembre de 2011

6 de septiembre de 2011

Freddie Mercury

Ayer se produjo la más excelsa efeméride que puede celebrar el siglo veinte. Freddie Mercury cumplía sesenta y cinco años. Hay que ser encomiástico, laudatorio, apologético, panegirista; arrodillarse ante su solemnidad y la perfección. Su voz de reina es la mejor que jamás hubo habitado entre nosotros.
Si persiste música moderna, el cetro siempre rutilará en su mano de diosa. Fue, es y será el mejor. Veinte años ya de muerte.

5 de septiembre de 2011

Las faltas ortográficas de Esperanza Aguirre

No traerá cola, pero es una respuesta elegante y sonora. Ayer –en el artículo sobre los enemigos- comentaba que el enemigo que escribe, y que escribe mal, es una bendición.
Esta vez, no sé si enemiga o aristócrata, el premio se lo lleva Esperanza Aguirre, Presidenta de la Comunidad de Madrid. ¿O debería decir Presidenta De La Comunidad De Madrid? La madrileña se dirigió a través de una misiva a todos los docentes de la comunidad, animándoles a realizar la hora extra impuesta desde su presidencia. Les explica que no lo haría a no ser que fuera absolutamente necesario; les acomete sobre el ahorro, la educación, la importancia de pertenecer a un colectivo y colaborar, sin chismes, sin rechistes, sin piedad, para superar la situación crítica del país. Los profesores, en desacuerdo desde luego con la reforma, le han remitido la misma carta con correcciones realizadas a mano, con bolígrafo color sangre escarlata -rojo, muy rojo, eh, Esperanza. Faltas ortográficas repetidas: más sin acento, comos no interrogativos tildados, terribles vacíos narrativos, galimatías, mayúsculas mal empleadas, contradicciones gramaticales.
La interpretación es metafórica. Los maestros enseñan, piden, corrigen y evalúan. La Presidenta, sin embargo, solo pide. Ya era hora, pues, de que fuera corregida. Tan simbólica, tan alegórica, tan ágilmente. Esperanza es, además, un personaje grotesco y faltón. Su supuesta clarividencia y el duro aura de superioridad que envuelve su cabeza con corona invisible de espigas, enfatizan el desprecio de muchos de sus verdugos. Bien es cierto que la gran mayoría simpatiza con ella. Pero eso es en Madrid.
El acontecimiento es resolutivo.
Cuando Camilo José Cela recibió el Premio Nobel dijo: espero que este galardón sirva de revulsivo para las letras españolas. Y menuda pena, su magistral pluma –siempre pluma, decía, pluma y papeles cualesquiera- fue postrera, porque nadie ha vuelto a despuntar con maestría y genialidad en terreno español. Sin caer en el tremendismo, coño del joder, hay que decir que Cela no se enajenaría partícula ínfima en comparación con uno de los clásicos tradicionales.
Si alguien le dijera a Platón que La Gobernanta neoliberalista de la Comunidad de la capital de la monarquía española comete faltas de ortografía, desearía regresar del inmenso negror donde mora eternamente. ¿Monarquía?, ¿un gobernante que hace faltas graves de ortografía?
Nada, absolutamente nada es ya platónico. Esto es, señoras, señores, el gris mundo de las Formas; un mundo inteligible que no se comprende.

4 de septiembre de 2011

A mis enemigos


Si pronunciar amigo es difícil acometimiento –sin banalidad, con sentido e inteligencia-, pronunciar enemigo es, probablemente, todavía más complicado.
Y, sin embargo, no hay tantas clases de enemigos. Las gentes citan amigo a un conocido, amigo a un coleguilla, amigo a un animal. Y aunque ninguno de ellos sea ni medio amigo, el sentimiento que se desprende de uno mismo es de un ligero aprecio, de cariño si cabe, de afinidad. Enemigo, en cambio, qué palabra dura y hermosa es enemigo… Para lograr uno es estrictamente necesario sentir aversión profunda, desprecio íntegro, asco perpetuo. Aquí se requiere saber amar. En la guerra hay enemigos. Si alguien te hastía, lo olvidas; si alguien te desagrada, lo alejas. Si alguien te molesta, lo borras. Pero, ay, si le escribes a alguien, si el fuego es guerra y el enemigo, disléxico, qué hermosa y dura es entonces la animadversión.
¿Cómo es el superlativo de enemigo? Muchas de las palabras en desuso deberían recuperarse. Otras, sin embargo, eximen por la incapacidad humana de llegar hasta ellas. Fijaos si es difícil hallar a un enemigo que casi nadie sabría mentar su superlativo: enemicísimo o inimicísimo. Extraño, ¿verdad? Para no olvidar, alejar ni borrar a un enemigo, decía, hay que escribirle. El enemigo debe poseer algo especial. Es obligatorio quererlo, mantener el fuego vivo de su guerra. Tiene que ser alguien que merezca la atención.
Un enemigo paradigmático es un sujeto violento, ligeramente inteligente, con insuficiencias motoras, que no entiende el jazz. Es una miseria –un muerto de hambre-, un deudor, un anciano. Es eficaz, desde luego, que tenga gustos y, si son cinéfilos, mejor. Se le puede humillar, se humilla a sí mismo ensimismado con las notas intrínsecas del saxofón de Charlie Parker. Si un enemigo escribe, mejor. Porque escribe mal y se avergüenza. Él no entiende a palabras. Es fuerte físicamente, aunque reste en derrota en la genética. En una limpieza social, él sería de los barridos. Mas, ¡qué lástima! ¿Dónde permanecerían los silencios enemistados? A un buen enemigo no se le cuestiona, se le observa silenciosamente, se le mira fijamente a los ojos, se le humilla con el gesto invisible de su latente inferioridad. Joker fue un buen enemigo para Batman. Si el enemigo  y su entorno son vesánicos, mejor. Furibundo, virulento, colérico, un plasta. Considerad que un enemigo jamás será alguien superior. Entonces se trataría de un héroe. La elegancia y la dignidad no tienen cabida en la enemistad. La misericordia y la piedad son para la Iglesia,  y el enemigo forma –siempre- parte de ella. Se adora y rehúsa su cruz. No existe entre tú y el enemigo el sentimiento de venganza. Para él eso es un pecado, y un enemigo es una bendición. Si bebe, mejor. Si pierde el juicio fácilmente, se evidencia la enormidad de poseerlo.
Un enemigo no se tiene, se le posee y se le tiene asido por los testículos. Un enemigo es una bendición. ¡Pero qué difícil es conocer a uno! Hay demasiada oligofrenia. Lo peor de un enemigo es que no sepa leer. Aun así se le escribe.
Aquí mi repulsa, aquí mi respuesta, de corazón.

2 de septiembre de 2011

Il Cavaliere es un personaje de Fellini


¿Cuántas ocasiones ha resbalado el primer ministro italiano? Silvio Berlusconi es, ante todo, un personaje magnífico, un paciente magnífico en cuyo reflejo se encuentra la legitimidad de la verdad y la trasparencia del hombre del siglo veintiuno.
Sus fiestas con meretrices, sus afirmaciones sexistas, su talante despótico y millonario, su augusta desfachatez y su sentido corrupto de la corrupta justicia, le gusta pensar, bien, si estoy amartillando los márgenes judiciales, ¿por qué no los moldeo a mi antojo? Está claro que el estado es dúctil, maleable, moldeable y blando. Entonces, ¿dónde está el problema?
Fundó su primer canal local en 1974 (Telemilano). A partir de entonces, el camino fue de rosas rosadas: Canal 5, Italia 1, Rete 4, canales franceses, Telecinco; participaciones en la prensa escrita: La Repubblica, Il Giornale, L’Espresso; la mayor empresa publicitaria de Italia; etcétera. Posee un tercio del sector editorial y es, según la revista Forbes, la primera fortuna italiana.
Ha dicho –cuántas cosas ha dicho- que las mujeres deben buscarse a hombres ricos, que ese es su futuro. Ha hablado de sexo, de su enorme máquina de follar. Afirmó cómicamente que si se hiciera una encuesta entre la población femenina italiana y se les preguntara si se acostarían con él, el 33% de las encuestadas diría que sí y el 77% restante diría “¿otra vez?”. Y no es un error: hace la media sobre el 110% de la población. Es un gigante que, al no entrar por la puerta, la ensancha a golpe de decreto. Amigo corrupto de la mafia, los asuntos políticos siempre se le han ido de las manos. ¡Pero no importa!, su agilidad y verborrea, su indomable y deferente simpatía siempre le ayudaron a retomar todo cuanto hubo perdido. Aznar, Bush, Blair, Gadafi. Es un mago, es un símbolo, es un maestro. Es un payaso.
La sociedad italiana lo vota. Ha sido dos veces Presidente del Consejo de Ministros. No tiene límite: se ha desmayado, se ha atentado contra él a lanzamiento de figurita marmórea. Ha sangrado y ha luchado. Y lo ha hecho por él y por su país, por la des-democracia populista, por el chantaje, lo ha hecho por la fiesta y por sus vellinas de dieciocho años. Lo ha hecho, pues, por el sexo y por la trasparencia de una corrupción obvia, visible y latente. Es como muchos, pero lo reconoce. Posee santos testículos. Tiene valor, tinte y 74 años.
Silvio hará frente a la justicia este próximo año tras una acusación que lo relacionó directamente con prostitución infantil y abuso de poder. ¿Abuso de poder?: ¡eso es legal!
Hoy ha salido a la luz un nuevo escándalo. En una conversación telefónica que mantuvo con Walter Laviota –buscado hoy por la justicia- el premier afirma que “Dentro de unos meses me voy de este país de mierda (Italia) que me produce náuseas…Lo único que pueden decir de mí es que follo. Esto es lo único que pueden decir que hago, así que, que me pongan micrófonos donde quieran y que escuchen mis conversaciones. No me importa. Total, dentro de unos meses me voy por mi cuenta a otro sitio". Estas palabras producirán un eco destacable, y devengarán en silencio hasta otra buena nueva. ¿De verdad se irá? ¿Se llevará con él a todos sus amigos? Me imagino a sus homónimos, deben de ver en él el espejo limpio y límpido de lo que es la política actual: un circo inquebrantable y viejo de Fellini.